Maximiliano Valdez, de 87 años, y Sotera Nivar, de 72, celebran más de cuatro décadas de casados en uno de los núcleos del Plan de Alfabetización en Santo Domingo Oeste.

En Río Arriba de Yamasá, en la provincia Monte Plata, doña Sotera Nivar solo tenía tierra para cultivar hace 70 años. Y cuando la vida le dejó a cargo de cuatro hermanos antes de los quince, las posibilidades de estudio solo existieron en sueños, en aquel “quisiera ser”.

Es ahí cuando surge la promesa de hacer todo cuanto esté a su alcance para que sus vástagos lleguen al menos a un salón de clases, a que no repitan los errores de su progenitora, a no cargar agua en latas como primer empleo, a no depender en ocasiones de la suerte para comer.

“¿Tú sabes que yo hacía? Ya aquí en el kilometro 13 (de la autopista Duarte), compraba unos cuadernitos y los cortaba por mitad, le daba un pedazo a uno y el otro a otro de los niños. Compraba un lápiz y lo partía por mitad para que mis hijos pudieran estudiar”, cuenta Nivar, 72 años, madre de once niños y tutora de cuatro.

Ella dedicó cada uno de sus días a sus hijos a través del trabajo, lo que de paso la “enganchó” con Maximiliano Valdez, hoy de 87 años, en una relación amorosa que ya supera las cuatro décadas. Hasta hace cinco meses toda su vida se resumía en trabajo y crianza de hijos, nietos y bisnietos. La posibilidad de ingresar a un salón de clases como estudiante ni siquiera existía. Por eso cuando su hija, Ana Mercedes, voluntaria del Plan Nacional de Alfabetización “Quisqueya Aprende Contigo”, le propuso ingresar al programa, la respuesta fue negativa. Su idea era que ya estaba muy vieja para estudiar, que ya no lo necesitaba.

“Me dijo (la hija) ‘pero mamá, usted está viva todavía y siempre ha sido muy inteligente’. Y es cierto; estoy viva, y me dije ‘es más, sí, voy a entrar’. Y comencé mi amor que no quería y ahora a mí no hay quien me pare; de ahí si Dios quiere. Yo sé que Él no me va a parar (Dios) porque a Él le gusta que uno aprenda cada día más y más”, cuenta.

Valdez, padre de los últimos cuatro hijos de Sotera, describe en forma rápida la importancia del programa: “El que no sabe firmar su nombre es unparásito”. Pero lo asume dos meses después de su negativa a ingresar a uno de los núcleos de aprendizaje, donde ya escribe “Amigo” en repetidas ocasiones, y que le ha permitido llevar hasta las hojas de su cuaderno los nombres de sus hijos y el suyo propio.

Maximiliano y Sotera forman una historia de amor de más de cuarenta años que ha sido coronada por las letras, por el orgullo que les produce saber leer y escribir sus nombres. El conocimiento de que al recibir una remesa o firmar algún contrato, dejarán de firmar con cruces y lo harán con el nombre que les representa.

Ellos son parte de los 284,648 jóvenes y adultos que se han beneficiado del programa que busca erradicar el analfabetismo del país.

Ambos se alfabetizan cada lunes y jueves por la noche en la iglesia evangélica Refugio Eterno, de Los Paralejos en Santo Domingo Oeste, donde funcionan ocho núcleos de enseñanza de entre 10 y doce estudiantes.

Esos ocho núcleos pertenecen a los 21,896 que la ministra de educación, Josefina Pimentel, informó hace poco se han conformado para cumplir la promesa del presidente Danilo Medina de erradicar en dos años el analfabetismo. Para estos fines, la funcionaria indicó que se han distribuido 24,294 materiales didácticos; con unas 22,830 personas capacitadas por el Ministerio de Educación.

Al año 2011 la tasa de analfabetismo en el país era de un 9.9 por ciento de la población, según un informe del ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo.

Estudio
La historia de aprendizaje de doña Sotera cobra valor cuando se conoce que su hija, Ana Mercedes “Magaly”, que primero la involucró en el Plan, es quien la está alfabetizando dos días por semana.

Aquella pequeña por la que se sacrificó hace años es la misma que hoy le borra de su cuaderno la tarea para lograr mejoría en su trabajo. La misma que le compró una caligrafía para que mejore la legibilidad de su letra.

“Ellos empiezan escribiendo bien en molde, pero cuando los llevamos a cursiva la letra pierde mucho. Incluso a veces tienen problemas porque no reconocen los textos en letra corrida”, reflexiona Ana Mercedes.

Mientras ella explica, en la mesa del comedor ve sentarse a sus padres. Es jueves y hacen la tarea que les será corregida por la noche. Don Maximiliano escribe el apodo de su hija, orgulloso: “Magale”. Su esposa le recrimina y su hija le perdona diciendo que la ortografía la aprende luego, más despacio.